PLASTICA › EL VALOR DE LO INUTIL, EN ROSARIO
Una exposición hecha de preguntas
Tres curadores se propusieron trabajar con productos artísticos que resulten inútiles, incómodos, absurdos, ineficaces, que no sean captables por un régimen enunciativo ya codificado desde el lugar del “poder”.
Por Florencia Battiti, Roberto Echen y Fernando Farina *
Parafraseando a Lyotard, “hay una frase”. Sólo que en este caso la frase es la que da origen a “El valor de lo inútil”.
Por supuesto, esto no sería nunca completamente cierto. Es tautológico decir que, en todo caso, sería la frase y su contexto la que provoca la irrupción de esta exposición.
Aunque probablemente sea más acertado plantear su nacimiento foucaultianamente pensando que emerge en relación a ciertos conjuntos discursivos en cuyo tramado y en un instante particular esa frase adquiere una densidad y una posibilidad que concluye en una práctica curatorial.
De cualquier modo, el inicio está allí, en algo que ni siquiera es una oración completa, que es un fragmento que recorta una oración para poder resituarla en el lugar en el que pueda devenir en espacio de construcción de una práctica cuyo resultado sería esta muestra.
Además, la frase en cuestión es una afirmación, y una afirmación performativa con relación al texto que introduce.
Sin embargo, lo que produjo en este caso fue una serie de preguntas, de lugares imprecisos e inestables desde los cuales lo único que se puede hacer es ponerse a trabajar, tomar decisiones que, por esa misma razón, se saben provisionales y –desde ya– podrían haber sido otras.
Es tiempo, ya era tiempo, de dar cuenta de la frase –del fragmento de oración– en cuestión.
Es de uno de esos pensadores del arte y la historia (y la historia del arte en particular) que son más citados que aceptados y más nombrados que analizados en profundidad porque, para los discursos académicos aceptables resultan caminos peligrosos, caminos que llevan a lugares que ponen en juego hasta la propia disciplina y el estatuto mismo de quienes se inscriben en ella.
Su autor es Walter Benjamin y está en la introducción de la que es, probablemente, su obra más conocida y más mencionada (por lo menos en el campo del arte y de su historia reciente), La obra de arte en la era de su reproductibilidad técnica.
Por fin, la frase en cuestión sitúa el propio texto que sigue en el lugar político que su autor desea que tenga y está seguro de que será así. Hablando de la teoría que sigue, postula que “...resulta completamente inútil a los fines del fascismo.”
Ese es el recorte que apareció como en neón a quienes estaban por devenir los curadores de la muestra en cuestión. Ese es el fragmento que puso en vilo (primero a Florencia Battiti y Fernando Farina y después sumó, también apasionadamente, a Roberto Echen) a quienes captaron que la trama discursiva que imbricaba (ahora, no en los años 30) esa frase o ese recorte de frase, los involucraba desde la posibilidad de su propia práctica.
Y, en ese trayecto de pensamiento previo a la constitución y materialización de lo que puede aparecer como su producto, empezó a tomar relevancia un concepto: la inutilidad. No se trata de la oposición que –en última instancia– refuerza el sistema al que supuestamente se opone, se trata de algo con un registro energético completamente diferente: una energía que no es atenuada pero tampoco encauzable a los fines de un sistema que requiere de la cosificación de los productos que genera (y, también, de los productores) para sostenerse.
En ese trayecto aparecieron los ejes conceptuales que atraviesan la exposición: trabajar con productos artísticos que resulten inútiles, incómodos, absurdos, ineficaces, que no sean captables por un régimen enunciativo ya codificado desde el lugar del “poder” (económico, político, etc).
Por supuesto, siempre supimos que no hay un “afuera” de ese espacio, que no existe la obra que no ingrese de algún modo a ese estado de cosas, pero sí sabemos que cierto tipo de construcción conceptual y material que no resulte fácilmente manipulable a dichos fines genera cierta reacción alérgica de las estructuras de pensamiento definidas desde ese mismo espacio de poder (y que afecta también a un público que se estructura a partir de los discursos inerciales tan propicios a esos espacios de poder).
De allí la selección de las producciones. No creemos (y tampoco consideramos que deba ser así, porque nos parece imposible) que un artista produzca solamente y constantemente obras que se sitúen en ese lugar. No tenemos esa concepción moderna y restrictiva con relación a los productores artísticos, aunque sí consideramos fuera de nuestro diseño curatorial a quienes trabajan decidida y conscientemente para conformar y alimentar ese espacio de poder que agobia y constriñe la producción artística.
El resultado de las charlas (desde la conversación personal y/o telefónica a la creación del grupo “inútil” de WhatsApp, pasando por emails y otros modos de mantenernos en contacto) fue la selección de siete obras (insistimos que la decisión, si bien tuvo en cuenta al o los autores y su actitud de trabajo, se basó en producciones específicas que se han situado y se sitúan en esos lugares que mencionábamos más arriba) que nos planteaban ese tipo de preguntas de las que está constituida la muestra y que nos llevaban a debates sobre las concepciones y sobre todo las políticas (y las estructuras de poder) que ponían en juego. Hay que aclarar que resultaron esas siete y podrían haber sido otras, o ser más, o ser menos, pero nos pareció que en ellas coagulaban las preguntas que nos habíamos formulado y lo hacían –además– desde los propios diferenciales que cada una instaura tanto desde su concepción, como desde su materialización.
Los Diarios del odio, de Roberto Jacoby y Syd Krochmalny –realizada a partir de comentarios de lectores en las versiones electrónicas de los diarios más importantes del país–, aparece como un espacio que no sólo pone en juego al otro (postura cómoda en la que nosotros somos siempre los buenos y heroicos frente a esos otros villanos) sino que nos mira para hacernos saber dónde estamos, y sobre todo a dónde pertenecemos. Esa mirada que se construye en proceso, como un work in progress nos muestra, por esa misma razón, que esto es hoy, que no estamos en presencia de un pasado que afortunadamente habríamos “superado”.
Por su parte, el trabajo de Carlos Herrera, Autorretrato sobre mi muerte –una bolsa con zapatos que contiene unos calamares que apestan– nos interpela desde una primera persona que se disemina en la obra para referirnos, para especularmente poner el “mi” en ese lugar irrepresentable, paradójicamente representado desde las metonimias sensoriales que lo aluden. El inútil e imposible trabajo de traer ese horizonte último que nos excede delante de nuestros ojos.
El proyecto de escultura/monumento Milagro Sala, de Martín Di Girolamo, actúa de dos modos simultáneos: marcando una ausencia –en tanto producción en estado de boceto– que implica las redes político-burocráticas de las que depende su realización definitiva y, a la vez, desde la presencia poética que propone, nos conmina a pensar que –queramos o no– estamos involucrados.
“A.”, la producción de Georgina Ricci que refiere a una obra colectiva donde se simplifica el nombre de uno de los integrantes, toma como punto de partida aquello que queda afuera del concepto de “autor”, lo que no logra llegar a ese lugar, transformándolo en una producción que no se puede definir plenamente ni como “obra” ni como “investigación” en el sentido aceptado de ambos términos.
En el caso de Dobles, Leticia El Halli Obeid nos sitúa en ciertos lugares perversos en relación al lenguaje, haciendo una especie de homenaje al doblaje (categoría completamente subalterna del show business) pero también poniendo en boca de los protagonistas ciertos textos que estarían, incluso, violando derechos de la producción “original”.
Olor a bosque, de Juliana Iriart, desconcierta desde su propia construcción. En tanto pensable como dispositivo que funciona y, por lo tanto, sirve para algo, al cabo de un rato nos hace comprender resignadamente su poética inutilidad –poniendo en suspenso las preguntas que suscita, tales como ¿para qué?–.
Por último, Dominio del mundo, de Eugenia Calvo, es una producción que parecería se la puede captar inmediatamente y, al momento, se la suelta porque uno siente que “agarró un fierro caliente”. En algún punto la certeza de la proposición que parece una y unívoca se disemina, y uno encuentra que está en terreno cenagoso. Y es en ese instante donde realmente se empieza no sólo a captarla sino a sentirla.
Un trabajo curatorial que sigue dando vueltas por nuestras cabezas para multiplicar las preguntas, pero esperando que, desde lugares diversos y no homologables, “resulte completamente inútil a los fines del fascismo”.
* Curadores de la exposición El valor de lo inútil, en el Centro de Expresiones Contemporáneas (CEC) de Rosario, a partir del 16 de marzo y hasta el 17 de abril.
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