miércoles, 31 de diciembre de 2008


Todo hombre necesita contar con un “parresiastés”

Michel Foucault rastreó en la literatura y la filosofía grecorromanas una función, la “parresía”, y una posición del sujeto, el “parresiastés”, caracterizadas por “una relación específica con la verdad a través de la franqueza”, cuyo efecto es la crítica y la autocrítica, y cuyo costo es el peligro.


Por Michel Foucault *

La palabra parresía aparece por vez primera en la literatura griega en Eurípides (c. 484-407 a.C.), y recorre todo el mundo literario griego de la Antigüedad desde finales del siglo V a.C. Parresía es traducida normalmente al castellano por “franqueza”. El parresiastés es alguien que utiliza la parresía, es decir, alguien que dice la verdad.
Etimológicamente, parresiazesthai significa “decir todo”. Aquel que usa la parresía, el parresiastés, es alguien que dice todo cuanto tiene en mente: no oculta nada sino que abre su corazón y su alma por completo a otras personas a través de su discurso. En la parresía se presupone que el hablante proporciona un relato completo y exacto de lo que tiene en su mente, de manera que quienes escuchen sean capaces de comprender exactamente lo que piensa el hablante. La palabra parresía hace referencia, por tanto, a una forma de relación entre el hablante y lo que se dice, pues, en la parresía, el hablante hace manifiestamente claro y obvio que lo que dice es su propia opinión. Y hace esto evitando cualquier clase de forma retórica que pudiera velar lo que piensa. En lugar de eso, el parresiastés utiliza las palabras y las formas de expresión más directas que puede encontrar. Mientras que la retórica proporciona al hablante recursos técnicos que le ayudan a prevalecer sobre las opiniones de su auditorio (sin preocuparse de la propia opinión del retor respecto de lo que dice), en la parresía, el parresiastés actúa sobre la opinión de los demás, mostrándoles, tan directamente como sea posible, lo que él cree realmente.
Si distinguimos entre el sujeto hablante (el sujeto de la enunciación) y el sujeto gramatical del enunciado, podríamos decir que hay también un sujeto del enunciandum –que se refiere a la creencia u opinión mantenidas por el hablante–. En la parresía, el hablante subraya el hecho de que él es, al tiempo, el sujeto de la enunciación y el sujeto del enunciandum –que se refiere a la creencia u opinión mantenidas por el hablante–. En la parresía, el hablante subraya el hecho de que él es, al tiempo, el sujeto de la enunciación y el sujeto del enunciandum –que él mismo es el sujeto de la opinión a la que se refiere–. La “actividad de habla” específica de la enunciación parresiástica adopta así la forma: “Yo soy quien piensa esto y aquello”.
“Prueba de sinceridad”
Parresiazesthai significa “decir la verdad”. Pero, ¿dice el parresiastés lo que él cree que es verdadero, o dice lo que realmente es verdadero? En mi opinión, el parresiastés dice lo que es verdadero porque él sabe que es verdadero; y sabe que es verdadero porque es realmente verdadero.
El parresiastés no sólo es sincero y dice lo que es su opinión sino que su opinión es también la verdad. Dice lo que él sabe que es verdadero. La segunda característica de la parresía es, entonces, que hay siempre una coincidencia exacta entre creencia y verdad.
Desearía señalar que nunca he encontrado ningún texto en la antigua cultura griega en el que el parresiastés parezca tener ninguna duda sobre su posesión de la verdad. Y, en efecto, ésa es la diferencia entre el problema cartesiano y la actitud parresiástica, pues antes de que Descartes obtenga la indudable evidencia clara y distinta, no está seguro de que lo que cree sea, de hecho, verdadero. En la concepción griega de la parresía, sin embargo, no parece ser un problema la adquisición de la verdad, ya que tal posesión de la verdad está garantizada por la posesión de ciertas cualidades morales: si alguien tiene ciertas cualidades morales, entonces ésa es la prueba de que tiene acceso a la verdad –y viceversa–. El “juego parresiástico” presupone que el parresiastés es alguien que tiene las cualidades morales que se requieren, primero, para conocer la verdad y, segundo, para comunicar tal verdad a los otros.
Si hay una forma de “prueba” de la sinceridad del parresiastés, ésa es su valor. El hecho de que un hablante diga algo peligroso –diferente de loque cree la mayoría– es una fuerte indicación de que es un parresiastés. Cuando planteamos la cuestión de cómo podemos saber si aquel que habla dice la verdad, estamos planteando dos cuestiones. En primer lugar, cómo podemos saber si un individuo particular dice la verdad; y, en segundo lugar, cómo puede estar seguro el supuesto parresiastés de que lo que cree es, de hecho, verdad. La primera pregunta –reconocer a alguien como parresiastés– fue muy importante en la sociedad grecorromana, y fue explícitamente planteada y discutida por Plutarco, Galeno y otros. Sin embargo, la segunda pregunta escéptica es especialmente moderna y, pienso, ajena a los griegos.

“Asume un riesgo”
Se dice que alguien utiliza la parresía y merece consideración como parresiastés sólo si hay un riesgo o un peligro para él en decir la verdad. Por ejemplo, desde la perspectiva de los antiguos griegos, un profesor de gramática puede decir la verdad a los niños a los que enseña y, en efecto, puede no tener ninguna duda de que lo que enseña es cierto: pero, a pesar de esa coincidencia entre creencia y verdad, no es un parresiastés. Sin embargo, cuando un filósofo se dirige a un soberano, a un tirano, y le dice que su tiranía es molesta y desagradable porque la tiranía es incompatible con la justicia, entonces el filósofo dice la verdad, cree que está diciendo la verdad y, más aún, también asume un riesgo (ya que el tirano puede enfadarse, castigarlo, exiliarlo, matarlo).
Como ven, el parresiastés es alguien que asume un riesgo. Por supuesto, ese riesgo no siempre es un riesgo de muerte. Cuando, por ejemplo, alguien ve a un amigo haciendo algo malo y se arriesga a provocar su ira diciéndole que está equivocado, está actuando como un parresiastés. En tal caso, no arriesga su vida, pero puede herir al amigo con sus observaciones, y su amistad puede, consecuentemente, sufrir por ello. Si, en un debate político, un orador se arriesga a perder su popularidad porque sus opiniones son contrarias a la opinión de la mayoría o pueden desembocar en un escándalo político, utiliza la parresía.

“No deberías”

Si, durante un juicio, se dice algo que puede ser utilizado en contra de uno, no se está utilizando la parresía a pesar del hecho de que se es sincero, de que se cree que lo que se dice es verdadero, y de que se está poniendo en peligro uno mismo hablando de ese modo. Pues en la parresía el peligro viene siempre del hecho de que la verdad que se dice puede herir o enfurecer al interlocutor. De este modo, la parresía es siempre un “juego” entre aquel que dice la verdad y el interlocutor. La parresía implicada puede ser, por ejemplo, advertir al interlocutor de que debería comportarse de cierto modo, o de que está equivocado en lo que piensa, o en la forma en que actúa, etcétera.
Como ven, la función de la parresía no es demostrar la verdad a algún otro sino que tiene la función de la crítica: la crítica del interlocutor o del propio hablante. “Esto es lo que haces y esto es lo que piensas; pero eso es lo que no deberías hacer ni pensar.” “Esta es la forma en que te comportas, pero ésa es la forma en que deberías comportarte.” “Esto es lo que he hecho, y estaba equivocado al hacerlo así.” La parresía es una forma de crítica, tanto hacia otro como hacia uno mismo, pero siempre en una situación en la que el hablante o el que confiesa está en una posición de inferioridad con respecto al interlocutor. El parresiastés es siempre menos poderoso que aquel con quien habla. La parresía viene de “abajo”, como si dijéramos, y está dirigida hacia “arriba”. Por eso, un antiguo griego no diría que un profesor o un padre que critica a un niño utiliza la parresía. Pero cuando un filósofo critica a un tirano, cuando un ciudadano critica a la mayoría, cuando un pupilo critica a su profesor, entonces tales hablantes están utilizando la parresía. En la parresía, decir la verdad se considera un deber. El orador que dice la verdad a quienes no pueden aceptar su verdad, por ejemplo, y que puede ser exiliado o castigado de algún modo, es libre de permanecer en silencio. Nadie le obliga a hablar; pero siente que es su deber hacerlo.
Para resumir lo dicho hasta el momento, la parresía es una forma de actividad verbal en la que el hablante tiene una relación específica con la verdad a través de la franqueza, una cierta relación con su propia vida a través del peligro, un cierto tipo de relación consigo mismo o con otros a través de la crítica (autocrítica o crítica a otras personas), y una relación específica con la ley moral a través de la libertad y el deber.
En la tradición socrático-platónica, la parresía y la retórica se encuentran en fuerte oposición; y esa oposición aparece muy claramente en el Gorgias, por ejemplo, en el que se encuentra la palabra parresía. El discurso largo y continuo es un recurso retórico o sofístico, mientras que el diálogo mediante preguntas y respuestas es típico de la parresía; es decir, dialogar es una técnica importante para llevar a cabo el juego parresiástico.

“Permanecemos ciegos”

Plutarco, en sus Moralia, intenta responder a la pregunta: ¿cómo es posible reconocer a un verdadero parresiastés, a alguien que dice la verdad? Y análogamente: ¿cómo es posible distinguir a un parresiastés de un adulador? El título del texto es Cómo distinguir a un adulador de un amigo. ¿Por qué necesitamos, en nuestras vidas, tener algún amigo que desempeñe el papel de parresiastés o de aquel que dice la verdad? La razón que ofrece Plutarco se halla en el tipo predominante de relación que a menudo tenemos con nosotros mismos, a saber, una relación de philautía o “amor propio”. Esta relación de amor propio es, para nosotros, el fundamento de una persistente ilusión acerca de lo que en realidad somos: “Siendo cada uno mismo el principal y más grande adulador de sí mismo, admite sin dificultad al de afuera como testigo, juntamente con él, y como autoridad aliada garante de las cosas que piensa y desea”.
Somos nuestros propios aduladores, y es para desactivar esta relación espontánea que tenemos con nosotros mismos, para librarnos a nosotros mismos de nuestra philautía, para lo que necesitamos un parresiastés. Pero es difícil reconocer y aceptar a un parresiastés. Pues no sólo es difícil distinguir a un verdadero parresiastés de un adulador; sino que, además, a causa de nuestra philautía, no nos interesa reconocer a un parresiastés. De modo que lo que está en juego es determinar los criterios indudables que nos permitan distinguir al auténtico parresiastés del adulador que “representa el papel del amigo con la gravedad del trágico”. Plutarco propone dos criterios principales. Primero, hay una conformidad entre lo que dice el auténtico parresiastés y el modo en que se comporta –se puede confiar en Sócrates como parresiastés sobre el valor, puesto que Sócrates fue realmente valiente–. Hay un segundo criterio: la estabilidad y firmeza del verdadero parresiastés: “Si se alegra con las mismas cosas siempre y alaba las mismas cosas, y si dirige y ordena su propia vida hacia un único modelo. El adulador, por no tener una sola mirada de su carácter, ni vivir una vida elegida para él mismo sino para otros, y modelándose y adaptándose para otro, no es simple ni uno sino variado y complicado, por correr y cambiar de forma como el agua, vertida de uno a otro contenido, según sean los que lo reciben”.
Por supuesto, hay muchas otras cosas interesantes que decir sobre este texto. Desearía, empero, subrayar dos temas principales. En primer lugar, el tema del autoengaño y sus vínculos con la philautía. En el texto de Plutarco pueden ver que su noción de autoengaño, como consecuencia del amor propio, es algo muy distinto de la situación de quienes ignoran su propia falta de conocimiento de sí –un estado que Sócrates intentó superar–. La concepción de Plutarco hace hincapié en el hecho de que nosólo somos incapaces de saber que no sabemos nada sino que además somos incapaces de saber, exactamente, qué somos.
Un segundo tema que desearía acentuar es la firmeza de ánimo. Hay una relación obvia entre estos dos temas –el del autoengaño y el de la constancia o la persistencia de ánimo–. Pues destruir el autoengaño y adquirir y mantener continuidad de ideas son dos actividades ético-morales que están vinculadas una con otra. El autoengaño que impide saber quién o qué se es, y todos los cambios en los pensamientos, sentimientos y opiniones que obligan a moverse de un pensamiento a otro, de un sentimiento a otro, o de una opinión a otra, demuestran esta vinculación. Ya que si se es capaz de discernir exactamente qué se es, entonces se permanecerá en el mismo punto, y nada podrá cambiarle a uno. Pero si se es cambiado por alguna clase de estímulo, sentimiento pasión, etc., entonces no se es capaz de permanecer fiel a uno mismo, se es dependiente de algo otro, se es conducido a intereses diversos y, consecuentemente, no se es capaz de mantener una completa posesión de uno mismo.
En un texto de Galeno –el famoso médico de finales del siglo II– se puede ver el mismo problema: ¿cómo es posible reconocer a un auténtico parresiastés? Galeno plantea esta cuestión en su ensayo La diagnosis y la cura de las pasiones del alma, donde explica que para liberarse de sus propias pasiones, un hombre necesita a un parresiastés; tal como ocurría en Plutarco un siglo antes, la philautía, el amor propio, es la raíz del autoengaño: “Vemos los defectos de los otros, pero permanecemos ciegos a aquellos que nos atañen a nosotros mismos. Platón dice que el amante es ciego cuando se trata del objeto de su amor. Si, por lo tanto, cada uno de nosotros se ama a sí mismo por encima de todas las cosas, debe estar ciego en lo que a él mismo respecta. (...) Cuando un hombre no saluda por su nombre al poderoso ni al rico, cuando no los visita, cuando no cena con ellos, cuando vive una vida disciplinada, cabe esperar que ese hombre diga la verdad; intenta, además, alcanzar un conocimiento más profundo del tipo de hombre que es (y esto se logra a través de una larga convivencia). Si encuentras hombre semejante, llámale y habla un día con él en privado; pídele que te muestre inmediatamente cuanto de las pasiones que hemos mencionado vea en ti. Dile que estarás más agradecido por este servicio y que le tendrás por tu salvador en mayor medida que si te hubiera salvado de una enfermedad de tu cuerpo. Consigue que prometa descubrirte todo esto siempre que te vea afectado por cualquiera de las pasiones que he mencionado”.
En este texto, el parresiastés –que todo el mundo necesita para librarse de su autoengaño– no necesita ser un amigo, alguien a quien se conozca, alguien con quien se tenga trato. Y esto constituye, creo yo, una diferencia muy importante entre Galeno y Plutarco. En Plutarco, Séneca y la tradición que procede de Sócrates, es siempre necesario que el parresiastés sea un amigo. Y esta relación de amistad estaba siempre en la base del juego parresiástico. Por lo que sé, con Galeno, por primera vez, no es necesario que el parresiastés sea un amigo. En realidad, nos dice Galeno, es mucho mejor que el parresiastés sea alguien a quien no conozcamos, con el fin de que sea completamente neutral. Un buen parresiastés que nos dé consejos honestos sobre nosotros mismos no debe odiarnos, pero tampoco debe amarnos. Un buen parresiastés es alguien con quien no se ha tenido previamente ninguna relación particular.

* Extractado de Discurso y verdad en la antigua Grecia, conferencias dictadas en la Universidad de Berkeley en 1983, de próxima aparición (editorial Paidós)

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