25 de Octubre de 2014
El odio, el arte y el otro
Diarios del odio, de Roberto Jacoby y Syd Krochmalny, que recopila comentarios de las páginas web de Clarín y La Nación, desnuda uno de los costados más revulsivos del ser nacional: el extraño pasaje de ciudadano común a bestia xenófoba cuando se trata de caracterizar a quien no piensa como ellos.
Trío. Roberto Jacoby, en primer plano, escribiendo en una de las paredes; Syd Krochmalny, repasando el catálogo, y la curadora Mariela Scafati, en plena risa. Trabajando. Cuatro de los intelectuales convocados por Jacoby y Krochmalny copian el “comentario.
El viernes pasado se inauguró la exposición Diarios del odio y otras accionesen la Casa de la Cultura FNA (Rufino de Elizalde 2431, CABA, esa vieja casona recuperada donde vivió Victoria Ocampo y funcionó la mítica redacción de Sur), la muestra que repasa la trayectoria de Roberto Jacoby –premio a la Trayectoria Artística Fondo Nacional de las Artes 2013– y que presenta una nueva producción realizada junto al también artista y sociólogo Syd Krochmalny.
La muestra, que podrá visitarse hasta el 15 de diciembre de martes a sábados de 15 a 20, se propone como un hecho artístico y, al mismo tiempo, un rigurosísimo estudio sociológico sobre la sociedad argentina y sus modos de expresión en los medios de información. Nada menos. Es que Jacoby y Krochmalny abrevaron en los comentarios habilitados en las páginas web de dos grandes medios hegemónicos del país para mostrar el costado más revulsivo de cierto sector del ser nacional. No en vano la curadora de la muestra, Mariela Scafati, dijo que “las obras de Jacoby generan pensamiento mientras está haciendo, cuestiona, critica, transforma y toca esa parte sensible que se creía que era de una sola manera”.
Entrar a la sala, donde en dos paredes se reproduce en carbonilla una selección de esos comentarios, es una patada en el pecho. “Gronchópolis”, “Hay que matarla”, “Los hechos de guerra no pueden ser juzgados con criterios de paz que por otra parte fue lograda por las FFAA”, “Escuadrones de la muerte ¡ya!”, “El racismo se evita evitando a los negros”, “La policía debe fumigar y cada cual debe ayudar y apoyar los linchamientos”. Más allá del absurdo acostumbramiento al lenguaje lacerante de los lectores-opinadores de las páginas web de Clarín y La Nación, ver esas dos paredes grafiteadas es, así como leer el prólogo de Sartre a Los condenados de la tierra, de Frantz Fanon (y la relación no es de ninguna manera ociosa), una experiencia que duele. Y mucho. Es que allí, en las paredes (como en el pieza sartreana), está la identificación bestial del otro, una identificación que parecía (pero sólo parecía) superada. “En este caso particular –dice Roberto Jacoby– lo que nos interesó es que existía un lenguaje, no un discurso individual, sino un corpus, un ideolecto, en los grandes medios, en los lugares mediáticos de alto alcance que se basaban en la denigración y anulación de la existencia del otro, del otro social bastante definido. Si se suman esas declaraciones o comentarios, hay un perfil bastante claro. Y nos pareció interesante mostrar qué lenguaje se usa para destruir a ese otro, qué palabras. Todas cosas que tienen que ver con los excrementos; con enfermedades como el cáncer; con la erradicación; con la limpieza que hay que hacer fumigando; con el blanqueo, como si del otro lado hubiera algo oscuro, negro, que es obligatorio blanquear. Y, en realidad, lo que ellos hacen ‘es’ la basura. Cuando sé qué palabras utilizan, se nota el lenguaje excrementicio: ellos como basura cuando dicen esas cosas. Construyen una discursividad política hecha de un detritus. Y valía la pena intentar, aunque no sabíamos cómo iba a quedar, reproducir esa basura. Así como muchos artistas contemporáneos trabajan con basura, una operación muy típica de trabajar con material levantado de la calle, sacado de cualquier parte, incluso con mierda, con semen, con sangre, nos parecía interesante hacer esa especie de símil y trabajar con esa basura lingüística y espiritual y moral. Es tan así que uno se pregunta cómo una persona puede colocarse en ese sitio”.
–Ese otro construido parece ser algo que no existe como tal, o que existe en las malas novelas que, pretenciosamente, quieren abarcarlo todo. Siguiendo las palabras expuestas, ese otro sería una mezcla bastante irracional de negro, homosexual, peronista, judío, comunista, pobre, inmigrante…
Syd Krochmalny: –Sí, es cierto, parece un otro múltiple e inasible. Hay muy pocos casos de personas que sean todo eso al mismo tiempo. En este discurso puede aparecer el otro con todas esas variables, pero por lo general son otros que están atravesados por una clase (bajas, incultas, con desapego a la educación) o por una condición (mujeres, travestis) o por racismo y xenofobia. Y ese discurso tiene una virulencia tal que construye un odio extremo a un otro que, al mismo tiempo, es un imposible para la sociedad, por lo cual se proclama su eliminación, levantando las banderas del etnocidio. Uno puede rastrear diferentes otros: incluso uno ideológico político. Muchos de los discursos que seleccionamos refieren a un odio extremo al gobierno actual. Y por momentos es un discurso de una irracionalidad psicótica, con alucinaciones que construyen figuras inexistentes, sobre todo cuando se lee el discurso completo.
Roberto Jacoby: –Y hay también una potenciación de comentario a comentario, donde las frases adquieren características de delirio, con barbaridades inconexas, como escupiendo algo atragantado.
S. K.: –Es interesante ver cómo esa irracionalidad está puesta en los medios de prensa con una envergadura pública que, si uno hiciera el ejercicio de imprimir el diario en su versión web, podría llenar varias habitaciones con este tipo de discurso. Un poco la idea de descontextualizar eso, dándolo en una sala como exhibición, sumando el elemento de la carbonilla, fue muy pensado. La carbonilla remite a lo sucio. Y la idea del trazo suma materialidad a esa expresión virulenta. Ese discurso, por otra parte, existe pero nadie lo ve. Está allí para leer pero parece que nadie lo hace. Ese es un llamado de atención, porque pensándolo bien las grandes masacres fueron precedidas por formaciones discursivas que no fueron escuchadas, del holocausto a la fusiladora del ’55 o la dictadura del ’76. Esos discursos, y muchos otros, estaban dando vueltas en la sociedad hasta que se proponen como solución del poder.
–Pero, en esos casos, fue mucho más violento el hecho que la palabra. Hoy parecería que la cosa se quedara, por suerte, en el mero enunciado, como si a los que escriben esos comentarios les bastara con hacerlo...
S. K.: –Ojalá sea así y no tengan lugar mis pensamientos más apocalípticos. Desde el Gobierno se repite siempre, y parece que habría que repetirlo mil veces más, que los derechos adquiridos en los últimos diez años hay que defenderlos todos los días porque no son algo que dure per se y para siempre, como la democracia tampoco es para siempre. Uno puede suponer que maduramos de tal manera que nunca se podría repetir lo irrepetible. Pero cuando se observan otras sociedades que están atravesando procesos de recuperación institucional similares al nuestro, se ven interrupciones brutales. No se trata de poner miedo o paranoia, pero no seamos tan ingenuos de pensar que no se pueden volver a repetir situaciones de violencia como las que vivimos. Estos discursos son un llamado de atención sobre esa posibilidad.
–Estos dos grandes diarios de donde salen estos discursos tienen características distintas: uno, como Clarín, es policlasista, y el otro, La Nación, responde claramente a una clase social determinada. ¿Se nota esa diferencia entre los comentarios?
R.J.: –Habría que hacer una lectura muy fina para comprobar esa diferencia. Por momentos se nota cierto tipo de lenguaje más antiguo o más marcial en un caso y no en el otro. Pero son personajes y esos personajes se mezclan bastante. Trabajamos sobre la materia ideológica, y esa materia puede ser enunciada desde los sectores más altos de la sociedad hasta alguien del tercer cordón del conurbano bonaerense.
–¿Es una doble provocación hacer la exposición en la casa de Victoria Ocampo, redacción de Sur, corazón de Palermo chico?
R.J.: –No, se dio la casualidad de que nos invitaron a raíz del premio trayectoria que me dio el Fondo Nacional de las Artes. Es como una tradición que al que recibe el premio se le otorgue una exposición en esta Casa de la Cultura. Es cierto que podríamos no haberlo hecho.
–Pero eligieron hacerlo...
R.J.: –Sí, pero no me lo propuse como provocación. Este material estaba dándonos vueltas desde hace tiempo y no le encontrábamos el modo hasta que, de repente, apareció. Y bueno, aquí está.
–¿Arrancaron buscando comentarios desde los conflictos de la 125 y la reacción de esa entelequia llamada “campo”?
R.J.: –No en esa época, sino que arrancamos hace un año y medio o dos recopilando material desde las jornadas de la 125.
S.K.: –Desde el año 2008, más o menos, los diarios comenzaron a publicar los comentarios. Antes no había. Fue, más o menos, desde el momento en que esos grandes medios rompen con el Gobierno Nacional. Levantamos esos comentarios, que remitían a hechos anteriores, como la orden de Néstor Kirchner de bajar los cuadros, o a hechos muy cercanos como la controversia contra los fondos buitre. Los acontecimientos importantes políticos que ocurrieron entre esos dos grandes hechos fueron materia para abordar y recopilar todo el material.
–¿Cuándo se produjo el crack en que los comentarios dejaron de ser material revulsivo para pasar a ser material artístico?
R.J.: –Empezó con la decisión de “algo hay que hacer con esto”. No podíamos quedarnos tranquilos ante semejante ofensiva. Qué hacer: podría haber sido un estudio sociológico o una investigación, pero no era eso lo que me provocaba. Y sí el hecho de usarlo como materia. Y en el momento que empezamos a trabajarlo, se nos fue yendo la bronca y comenzamos a objetivarlo. Claro que al verlo expuesto, en su conjunto, la bronca vuelve. Cuando lo vi todo junto nos dieron ganas de patear las paredes.
S.K.: –Nosotros invitamos a amigos artistas, intelectuales, para que fueran seleccionando de un libro que tenemos de 200 páginas con infinidad de comentarios. Y estos amigos fueron eligiendo las frases y transcribiéndolas a las paredes. Y allí se dio un caso paradigmático: muchos sintieron miedo; otros, indignación; otros, como mecanismo de catarsis, reían. Diferentes emociones ante la basura y el material de odio. Y es cierto: hay frases que atemorizan, que hacen poner la piel de gallina, pero hay otras en las que el odio toma características de absurdo.
–¿Qué cambió entre el excremento puesto en juego por los surrealistas a la palabra que da cuenta del excremento para potenciarla como elemento artístico?
R.J.: –Me parece que, en este caso, la palabra misma es excremento, deja de representar para ser. El poder sería la mierda, pero para nosotros la mierda es la materia lingüística. No es que el que lo dice es una mierda, es mierda el discurso, es mierda la palabra “mierda”, las mismas palabras tienen un peso excrementicio, denigratorio. Es como trabajar con un diccionario de inmundicia. En esta muestra queda claro que es imposible decir “mierda” sin que esa misma palabra se convierta en mierda al ser dicha.
S.K.: –Es un lenguaje que, frente al otro, lo reduce a una enfermedad que hay que extirpar o a animales rastreros e insectos que deben ser destruidos. Es una cuestión de deshumanizar al otro, sea una persona, un funcionario o un colectivo social. Y justificar así una posible exterminación.
–¿Cree que los medios están capacitados para mirarse a sí mismos y decir que ustedes hicieron arte con ese costado espantoso de ellos mismos?
R.J.: –Los medios en general no existen. Hay organizaciones, con jerarquías, divisiones: redacciones, secciones, en todos los lugares hay jefes. Para simplificar, decimos “los medios”, pero creo que los medios no hablan. Hablan las personas, escriben las personas, otra persona los corrige, otra persona autoriza a publicarlo, otra a titularlo. Pensar que esto es algo atractivo y que los medios pueden procesar me parece difícil, ya que se verían espejados en una situación muy poco confortable: ellos son los que autorizaron para que suceda esto en su propio espacio. Ahora, individualmente, podría venir algún crítico que trabaje en La Nación o Clarín y hacer algo con la muestra. Todo esto en terreno hipotético porque no creo que exista ningún crítico en esos medios. Y por mucho menos que esto me borraron de sus listados de artistas posibles de ser reseñados.
–¿Para quién sería más fácil evaluar esta muestra, para un sociólogo, para un crítico de arte, para una persona de a pie?
R.J.: –Lo puede hacer cualquiera con un enfoque diferente. A cada uno la muestra le planteará preguntas distintas. Pero a mí me interesa más la reacción emocional, la inmediatez, lo que le pasa a cada uno frente a esta barbaridad, no tanto el análisis que puede hacer cualquiera de nosotros y que está bien hacer. Pero me interesa eso que nos comentaban los artistas cuando escribían las paredes: miedo, mucho miedo. Eso, para mí, es el resultado del trabajo, que produzca algo, no que se ponga a razonar. El razonamiento debe ser a posteriori, pero uno no puede pasar frente a esto de modo indiferente, como si estuviera mirando un paisaje o un caballo.
–Como si las palabras fueran poco, potenciaron la sensación tirando carbonillas al piso para que sean pisadas por los visitantes...
R.J.: –Sí, hicimos mal el cálculo y nos sobraron carbonillas, y pensamos que tirarlas al piso para ser pisoteadas le daba a la muestra un plus de desagrado.
S.K.: –Puede ser que sea una pieza controversial en cuanto a si se habla o no se habla de ella, pero me interesaría que la muestra habilite una discusión pública sobre el tema.
–¿Cuáles serían esos puntos del debate?
S.K.: –Nosotros hicimos una lectura artística y sociológico-política sobre esta muestra. Les dimos muchas vueltas para ver con qué elementos hacerla, escribimos mucho sobre el tema, analizamos mucho. Y el debate es enorme. ¿Los puntos? La responsabilidad de este material, por ejemplo. Si es responsable el comentarista o el editor del diario.
R.J.: –Claro, hay un elemento editorial en esto. Por ejemplo, hay veces que leímos “comentario suprimido”. Bien. Si no hubieran suprimido ninguno se podría hablar de responsabilidad absoluta de los comentaristas, pero cuando se suprime, cuando una voz editora decide esto sí y esto no, la responsabilidad cambia de mano. Viendo lo brutal de los comentarios, si suprimen uno, ¿por qué los demás no? ¿Qué diría ese comentario suprimido que no coincidiera o no agravara más los ya permitidos? Quiere decir que hay una normativa, algo que impide o permite.
S.K.: –Otros puntos del debate: qué ocurre en los sectores de la sociedad que plantea estas cosas; qué piensan de la muerte, de la xenofobia, del racismo. Y los alcances de la libertad de expresión.
–Tema complicado...
S.K.: –Pero sería interesante que estos mismos medios discutieran hasta dónde llega la libertad de expresión. Si la libertad de expresión es permitir que alguien diga que hay que entrar a las villas para matar a todos los que viven allí con topadoras y lanzallamas.
R.J.: –No es nuestro proyecto que se eliminen los comentarios o que persigan judicialmente a quienes los envían. Pero estaría bueno que se discutiera qué es la libertad de prensa, cuál es la responsabilidad de la persona que admite publicar eso en un medio masivo. Y cuál es la responsabilidad de los políticos opositores que no se diferencian demasiado de esos comentaristas. Yo estoy seguro de que si se pusieran a escribir dirían las mismas cosas que se dicen ahí.
S.K.: –Y habría que hacer un análisis muy serio sobre las correspondencias o no entre los comentarios y las editoriales de esos diarios. Sí se puede ver que hay una radiación de espectro ideológico común, aunque la nota utilice el género periodístico y el comentario use el género brutal excrementicio.
R.J.: –La oposición es oposición realmente, sin vueltas: se opone a todo, es una descalificación permanente sin rumbo. No hay trabajo racional que actúe sobre cada uno de los acontecimientos, no hay contrapropuesta a formulaciones con las que no se está de acuerdo. Es un discurso psicótico, sin más.
–¿Esta muestra puede ser catalogada como arte kirchnerista?
R.J.: –No creo que exista algo así. Y si vamos a pensar en el arte que le gusta a Cristina Kirchner, decididamente no. La Presidenta tiene muchísimas virtudes inmensas, menos la de crítica de arte. Ahí es un rubro donde no le reconozco competencia. Trabajamos con una materia muy política, el lenguaje. Y Días de odio es eso, lisa y llanamente, una muestra política.
–Salvando las distancias ideológicas, ¿podría este tipo de muestra en un futuro gobierno ser condenada, a la usanza nazi, como arte degenerado?
R.J.: –Ojalá, qué bueno sería que nos persiguieran un poco. Bah, que nos tengan en cuenta, que existamos un cachito, aunque sea. Esta es una época en que la libertad es absoluta, algo nunca visto en la historia de este país, inclusive fundada de modo legislativo, derogando el delito de calumnias e injurias, por ejemplo. Y es tan absoluta que muchas veces pasa desapercibida. El grado de amplitud es enorme.
S.K.: –Pero habría que discutir también qué es lo que hace la libertad de expresión como sociedad más interesante o más políticamente pertinente. Hacer política sin miedo a la expulsión hace a una sociedad mucho mejor. Pero está el lado b, aquello de la banalidad del mal, con las palabras que no producen ningún efecto.
R.J.: –Claro, porque más allá de que no creo que vuelva nunca más el nazismo, estas palabras no son palabras en el aire. En los cacerolazos últimos, que por suerte dejaron de producirse, hubo actitudes de odio muy extremo: los carteles con los colgados, las frases enloquecidas por no poder irse todos los años a Punta del Este, la descalificación total ante todo. Cuidado: son palabras, pero fueron dichas. Y allí están, y aquí las reproducimos. Para que se sepa.
La muestra, que podrá visitarse hasta el 15 de diciembre de martes a sábados de 15 a 20, se propone como un hecho artístico y, al mismo tiempo, un rigurosísimo estudio sociológico sobre la sociedad argentina y sus modos de expresión en los medios de información. Nada menos. Es que Jacoby y Krochmalny abrevaron en los comentarios habilitados en las páginas web de dos grandes medios hegemónicos del país para mostrar el costado más revulsivo de cierto sector del ser nacional. No en vano la curadora de la muestra, Mariela Scafati, dijo que “las obras de Jacoby generan pensamiento mientras está haciendo, cuestiona, critica, transforma y toca esa parte sensible que se creía que era de una sola manera”.
Entrar a la sala, donde en dos paredes se reproduce en carbonilla una selección de esos comentarios, es una patada en el pecho. “Gronchópolis”, “Hay que matarla”, “Los hechos de guerra no pueden ser juzgados con criterios de paz que por otra parte fue lograda por las FFAA”, “Escuadrones de la muerte ¡ya!”, “El racismo se evita evitando a los negros”, “La policía debe fumigar y cada cual debe ayudar y apoyar los linchamientos”. Más allá del absurdo acostumbramiento al lenguaje lacerante de los lectores-opinadores de las páginas web de Clarín y La Nación, ver esas dos paredes grafiteadas es, así como leer el prólogo de Sartre a Los condenados de la tierra, de Frantz Fanon (y la relación no es de ninguna manera ociosa), una experiencia que duele. Y mucho. Es que allí, en las paredes (como en el pieza sartreana), está la identificación bestial del otro, una identificación que parecía (pero sólo parecía) superada. “En este caso particular –dice Roberto Jacoby– lo que nos interesó es que existía un lenguaje, no un discurso individual, sino un corpus, un ideolecto, en los grandes medios, en los lugares mediáticos de alto alcance que se basaban en la denigración y anulación de la existencia del otro, del otro social bastante definido. Si se suman esas declaraciones o comentarios, hay un perfil bastante claro. Y nos pareció interesante mostrar qué lenguaje se usa para destruir a ese otro, qué palabras. Todas cosas que tienen que ver con los excrementos; con enfermedades como el cáncer; con la erradicación; con la limpieza que hay que hacer fumigando; con el blanqueo, como si del otro lado hubiera algo oscuro, negro, que es obligatorio blanquear. Y, en realidad, lo que ellos hacen ‘es’ la basura. Cuando sé qué palabras utilizan, se nota el lenguaje excrementicio: ellos como basura cuando dicen esas cosas. Construyen una discursividad política hecha de un detritus. Y valía la pena intentar, aunque no sabíamos cómo iba a quedar, reproducir esa basura. Así como muchos artistas contemporáneos trabajan con basura, una operación muy típica de trabajar con material levantado de la calle, sacado de cualquier parte, incluso con mierda, con semen, con sangre, nos parecía interesante hacer esa especie de símil y trabajar con esa basura lingüística y espiritual y moral. Es tan así que uno se pregunta cómo una persona puede colocarse en ese sitio”.
–Ese otro construido parece ser algo que no existe como tal, o que existe en las malas novelas que, pretenciosamente, quieren abarcarlo todo. Siguiendo las palabras expuestas, ese otro sería una mezcla bastante irracional de negro, homosexual, peronista, judío, comunista, pobre, inmigrante…
Syd Krochmalny: –Sí, es cierto, parece un otro múltiple e inasible. Hay muy pocos casos de personas que sean todo eso al mismo tiempo. En este discurso puede aparecer el otro con todas esas variables, pero por lo general son otros que están atravesados por una clase (bajas, incultas, con desapego a la educación) o por una condición (mujeres, travestis) o por racismo y xenofobia. Y ese discurso tiene una virulencia tal que construye un odio extremo a un otro que, al mismo tiempo, es un imposible para la sociedad, por lo cual se proclama su eliminación, levantando las banderas del etnocidio. Uno puede rastrear diferentes otros: incluso uno ideológico político. Muchos de los discursos que seleccionamos refieren a un odio extremo al gobierno actual. Y por momentos es un discurso de una irracionalidad psicótica, con alucinaciones que construyen figuras inexistentes, sobre todo cuando se lee el discurso completo.
Roberto Jacoby: –Y hay también una potenciación de comentario a comentario, donde las frases adquieren características de delirio, con barbaridades inconexas, como escupiendo algo atragantado.
S. K.: –Es interesante ver cómo esa irracionalidad está puesta en los medios de prensa con una envergadura pública que, si uno hiciera el ejercicio de imprimir el diario en su versión web, podría llenar varias habitaciones con este tipo de discurso. Un poco la idea de descontextualizar eso, dándolo en una sala como exhibición, sumando el elemento de la carbonilla, fue muy pensado. La carbonilla remite a lo sucio. Y la idea del trazo suma materialidad a esa expresión virulenta. Ese discurso, por otra parte, existe pero nadie lo ve. Está allí para leer pero parece que nadie lo hace. Ese es un llamado de atención, porque pensándolo bien las grandes masacres fueron precedidas por formaciones discursivas que no fueron escuchadas, del holocausto a la fusiladora del ’55 o la dictadura del ’76. Esos discursos, y muchos otros, estaban dando vueltas en la sociedad hasta que se proponen como solución del poder.
–Pero, en esos casos, fue mucho más violento el hecho que la palabra. Hoy parecería que la cosa se quedara, por suerte, en el mero enunciado, como si a los que escriben esos comentarios les bastara con hacerlo...
S. K.: –Ojalá sea así y no tengan lugar mis pensamientos más apocalípticos. Desde el Gobierno se repite siempre, y parece que habría que repetirlo mil veces más, que los derechos adquiridos en los últimos diez años hay que defenderlos todos los días porque no son algo que dure per se y para siempre, como la democracia tampoco es para siempre. Uno puede suponer que maduramos de tal manera que nunca se podría repetir lo irrepetible. Pero cuando se observan otras sociedades que están atravesando procesos de recuperación institucional similares al nuestro, se ven interrupciones brutales. No se trata de poner miedo o paranoia, pero no seamos tan ingenuos de pensar que no se pueden volver a repetir situaciones de violencia como las que vivimos. Estos discursos son un llamado de atención sobre esa posibilidad.
–Estos dos grandes diarios de donde salen estos discursos tienen características distintas: uno, como Clarín, es policlasista, y el otro, La Nación, responde claramente a una clase social determinada. ¿Se nota esa diferencia entre los comentarios?
R.J.: –Habría que hacer una lectura muy fina para comprobar esa diferencia. Por momentos se nota cierto tipo de lenguaje más antiguo o más marcial en un caso y no en el otro. Pero son personajes y esos personajes se mezclan bastante. Trabajamos sobre la materia ideológica, y esa materia puede ser enunciada desde los sectores más altos de la sociedad hasta alguien del tercer cordón del conurbano bonaerense.
–¿Es una doble provocación hacer la exposición en la casa de Victoria Ocampo, redacción de Sur, corazón de Palermo chico?
R.J.: –No, se dio la casualidad de que nos invitaron a raíz del premio trayectoria que me dio el Fondo Nacional de las Artes. Es como una tradición que al que recibe el premio se le otorgue una exposición en esta Casa de la Cultura. Es cierto que podríamos no haberlo hecho.
–Pero eligieron hacerlo...
R.J.: –Sí, pero no me lo propuse como provocación. Este material estaba dándonos vueltas desde hace tiempo y no le encontrábamos el modo hasta que, de repente, apareció. Y bueno, aquí está.
–¿Arrancaron buscando comentarios desde los conflictos de la 125 y la reacción de esa entelequia llamada “campo”?
R.J.: –No en esa época, sino que arrancamos hace un año y medio o dos recopilando material desde las jornadas de la 125.
S.K.: –Desde el año 2008, más o menos, los diarios comenzaron a publicar los comentarios. Antes no había. Fue, más o menos, desde el momento en que esos grandes medios rompen con el Gobierno Nacional. Levantamos esos comentarios, que remitían a hechos anteriores, como la orden de Néstor Kirchner de bajar los cuadros, o a hechos muy cercanos como la controversia contra los fondos buitre. Los acontecimientos importantes políticos que ocurrieron entre esos dos grandes hechos fueron materia para abordar y recopilar todo el material.
–¿Cuándo se produjo el crack en que los comentarios dejaron de ser material revulsivo para pasar a ser material artístico?
R.J.: –Empezó con la decisión de “algo hay que hacer con esto”. No podíamos quedarnos tranquilos ante semejante ofensiva. Qué hacer: podría haber sido un estudio sociológico o una investigación, pero no era eso lo que me provocaba. Y sí el hecho de usarlo como materia. Y en el momento que empezamos a trabajarlo, se nos fue yendo la bronca y comenzamos a objetivarlo. Claro que al verlo expuesto, en su conjunto, la bronca vuelve. Cuando lo vi todo junto nos dieron ganas de patear las paredes.
S.K.: –Nosotros invitamos a amigos artistas, intelectuales, para que fueran seleccionando de un libro que tenemos de 200 páginas con infinidad de comentarios. Y estos amigos fueron eligiendo las frases y transcribiéndolas a las paredes. Y allí se dio un caso paradigmático: muchos sintieron miedo; otros, indignación; otros, como mecanismo de catarsis, reían. Diferentes emociones ante la basura y el material de odio. Y es cierto: hay frases que atemorizan, que hacen poner la piel de gallina, pero hay otras en las que el odio toma características de absurdo.
–¿Qué cambió entre el excremento puesto en juego por los surrealistas a la palabra que da cuenta del excremento para potenciarla como elemento artístico?
R.J.: –Me parece que, en este caso, la palabra misma es excremento, deja de representar para ser. El poder sería la mierda, pero para nosotros la mierda es la materia lingüística. No es que el que lo dice es una mierda, es mierda el discurso, es mierda la palabra “mierda”, las mismas palabras tienen un peso excrementicio, denigratorio. Es como trabajar con un diccionario de inmundicia. En esta muestra queda claro que es imposible decir “mierda” sin que esa misma palabra se convierta en mierda al ser dicha.
S.K.: –Es un lenguaje que, frente al otro, lo reduce a una enfermedad que hay que extirpar o a animales rastreros e insectos que deben ser destruidos. Es una cuestión de deshumanizar al otro, sea una persona, un funcionario o un colectivo social. Y justificar así una posible exterminación.
–¿Cree que los medios están capacitados para mirarse a sí mismos y decir que ustedes hicieron arte con ese costado espantoso de ellos mismos?
R.J.: –Los medios en general no existen. Hay organizaciones, con jerarquías, divisiones: redacciones, secciones, en todos los lugares hay jefes. Para simplificar, decimos “los medios”, pero creo que los medios no hablan. Hablan las personas, escriben las personas, otra persona los corrige, otra persona autoriza a publicarlo, otra a titularlo. Pensar que esto es algo atractivo y que los medios pueden procesar me parece difícil, ya que se verían espejados en una situación muy poco confortable: ellos son los que autorizaron para que suceda esto en su propio espacio. Ahora, individualmente, podría venir algún crítico que trabaje en La Nación o Clarín y hacer algo con la muestra. Todo esto en terreno hipotético porque no creo que exista ningún crítico en esos medios. Y por mucho menos que esto me borraron de sus listados de artistas posibles de ser reseñados.
–¿Para quién sería más fácil evaluar esta muestra, para un sociólogo, para un crítico de arte, para una persona de a pie?
R.J.: –Lo puede hacer cualquiera con un enfoque diferente. A cada uno la muestra le planteará preguntas distintas. Pero a mí me interesa más la reacción emocional, la inmediatez, lo que le pasa a cada uno frente a esta barbaridad, no tanto el análisis que puede hacer cualquiera de nosotros y que está bien hacer. Pero me interesa eso que nos comentaban los artistas cuando escribían las paredes: miedo, mucho miedo. Eso, para mí, es el resultado del trabajo, que produzca algo, no que se ponga a razonar. El razonamiento debe ser a posteriori, pero uno no puede pasar frente a esto de modo indiferente, como si estuviera mirando un paisaje o un caballo.
–Como si las palabras fueran poco, potenciaron la sensación tirando carbonillas al piso para que sean pisadas por los visitantes...
R.J.: –Sí, hicimos mal el cálculo y nos sobraron carbonillas, y pensamos que tirarlas al piso para ser pisoteadas le daba a la muestra un plus de desagrado.
S.K.: –Puede ser que sea una pieza controversial en cuanto a si se habla o no se habla de ella, pero me interesaría que la muestra habilite una discusión pública sobre el tema.
–¿Cuáles serían esos puntos del debate?
S.K.: –Nosotros hicimos una lectura artística y sociológico-política sobre esta muestra. Les dimos muchas vueltas para ver con qué elementos hacerla, escribimos mucho sobre el tema, analizamos mucho. Y el debate es enorme. ¿Los puntos? La responsabilidad de este material, por ejemplo. Si es responsable el comentarista o el editor del diario.
R.J.: –Claro, hay un elemento editorial en esto. Por ejemplo, hay veces que leímos “comentario suprimido”. Bien. Si no hubieran suprimido ninguno se podría hablar de responsabilidad absoluta de los comentaristas, pero cuando se suprime, cuando una voz editora decide esto sí y esto no, la responsabilidad cambia de mano. Viendo lo brutal de los comentarios, si suprimen uno, ¿por qué los demás no? ¿Qué diría ese comentario suprimido que no coincidiera o no agravara más los ya permitidos? Quiere decir que hay una normativa, algo que impide o permite.
S.K.: –Otros puntos del debate: qué ocurre en los sectores de la sociedad que plantea estas cosas; qué piensan de la muerte, de la xenofobia, del racismo. Y los alcances de la libertad de expresión.
–Tema complicado...
S.K.: –Pero sería interesante que estos mismos medios discutieran hasta dónde llega la libertad de expresión. Si la libertad de expresión es permitir que alguien diga que hay que entrar a las villas para matar a todos los que viven allí con topadoras y lanzallamas.
R.J.: –No es nuestro proyecto que se eliminen los comentarios o que persigan judicialmente a quienes los envían. Pero estaría bueno que se discutiera qué es la libertad de prensa, cuál es la responsabilidad de la persona que admite publicar eso en un medio masivo. Y cuál es la responsabilidad de los políticos opositores que no se diferencian demasiado de esos comentaristas. Yo estoy seguro de que si se pusieran a escribir dirían las mismas cosas que se dicen ahí.
S.K.: –Y habría que hacer un análisis muy serio sobre las correspondencias o no entre los comentarios y las editoriales de esos diarios. Sí se puede ver que hay una radiación de espectro ideológico común, aunque la nota utilice el género periodístico y el comentario use el género brutal excrementicio.
R.J.: –La oposición es oposición realmente, sin vueltas: se opone a todo, es una descalificación permanente sin rumbo. No hay trabajo racional que actúe sobre cada uno de los acontecimientos, no hay contrapropuesta a formulaciones con las que no se está de acuerdo. Es un discurso psicótico, sin más.
–¿Esta muestra puede ser catalogada como arte kirchnerista?
R.J.: –No creo que exista algo así. Y si vamos a pensar en el arte que le gusta a Cristina Kirchner, decididamente no. La Presidenta tiene muchísimas virtudes inmensas, menos la de crítica de arte. Ahí es un rubro donde no le reconozco competencia. Trabajamos con una materia muy política, el lenguaje. Y Días de odio es eso, lisa y llanamente, una muestra política.
–Salvando las distancias ideológicas, ¿podría este tipo de muestra en un futuro gobierno ser condenada, a la usanza nazi, como arte degenerado?
R.J.: –Ojalá, qué bueno sería que nos persiguieran un poco. Bah, que nos tengan en cuenta, que existamos un cachito, aunque sea. Esta es una época en que la libertad es absoluta, algo nunca visto en la historia de este país, inclusive fundada de modo legislativo, derogando el delito de calumnias e injurias, por ejemplo. Y es tan absoluta que muchas veces pasa desapercibida. El grado de amplitud es enorme.
S.K.: –Pero habría que discutir también qué es lo que hace la libertad de expresión como sociedad más interesante o más políticamente pertinente. Hacer política sin miedo a la expulsión hace a una sociedad mucho mejor. Pero está el lado b, aquello de la banalidad del mal, con las palabras que no producen ningún efecto.
R.J.: –Claro, porque más allá de que no creo que vuelva nunca más el nazismo, estas palabras no son palabras en el aire. En los cacerolazos últimos, que por suerte dejaron de producirse, hubo actitudes de odio muy extremo: los carteles con los colgados, las frases enloquecidas por no poder irse todos los años a Punta del Este, la descalificación total ante todo. Cuidado: son palabras, pero fueron dichas. Y allí están, y aquí las reproducimos. Para que se sepa.
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