La decadencia de la instalación y la experiencia museística más libertaria y anárquica del siglo XXI.
John Kelsey*
Si el cine todavía ofrece un modelo útil para el mundo del arte contemporáneo es por su capacidad para producir imágenes que se mueven en relación con otros movimientos, que a menudo compiten –el paso del tiempo, los flujos de dinero, las pulsiones eróticas, las transformaciones de las relaciones de poder, la invasión de las nuevas tecnologías, las tendencias del mercado global, la disminución de la audiencia, etc.-, y porque su particular modo de moverse tiene que ver con su inherente impunidad. El modo rítmico de intervenir en el mundo, la máquina que mueve imágenes, también se abre a la manipulación en todos sus niveles y momentos de cambios, ya sea por los guionistas, distribuidores, publicistas, representantes o abogados del entretenimiento. El cine es una batalla en la encrucijada de múltiples velocidades e intereses, una lucha continua, no por la especificidad de su medio, sino por una manera específica de pensar y moverse entre heterogéneas e inespecíficas realidades. Nosotros reconocemos el cine cuando es capaz de asumir su propia posibilidad histórica y encontrar el mundo (en su propia muerte) cara a cara –es decir, con toda la capacidad de su astucia e ingenio. Inventar estrategias para la libertad del movimiento en el lado del cine sería convertir todo lo que reduce su potencial en una nueva arma. Por lo tanto, hemos visto a Jean-Luc Godard reinventar el cine con la televisión y hemos visto como el sonido puede ser revolucionado al modo de las imágenes en movimiento, mucho tiempo después del advenimiento del cine sonoro. Cada vez más, los bien intencionados guardianes de la historia del cine han visto al museo como una clase de panteón o refugio del arte en peligro de extinción. Pero algunas formas de cine continúan moviéndose y prefieren deshacerse en lugar de osificarse en otro monumento de la modernidad. Godard no está interesado en poner al cine en el museo, sea este consagrado o sepultado allí. Más bien, él está utilizando la institución como otro modo de poner el cine en una relación con su exterior, con lo no cinematográfico, y arriesgando su propio territorio en el proceso. Esto nos trae a nosotros el desastre de Godard como un artista contemporáneo. Una exhibición menos instalada que impuesta en el museo: “Voyage(s) en utopie” trae todos los signos del conflicto que explotó en los últimos meses y en la inauguración atrasada (originalmente planeada para el 26 de abril, inauguró el 11 de mayo), entre el cineasta de 75 años y la institución que lo hospedaba, el treintañero Pompidou. Más que cualquier cosa en particular, una instalación de tres cuartos –un montón de monitores de video depositados en un decorado insubstancial de la casa de muebles IKEA y plantas baratas en masetas, con un Matisse original colgado casualmente en la puerta- lo que se destaca es la intranquila presencia del mismo Godard, los trazos de su cuerpo moviéndose por el espacio destruido, las marcas de sus dedos aún frescas en las paredes, el uso de marcadores para corregir o borrar, los textos de los muros y otros actos de sabotaje físico y estético, como un agujero dejado en las placas de yeso después de su repentina decisión de sacar un monitor de video de un lugar a otro, volcando un andamio de la construcción, escombros, basura, etc. Estos han sido contrarrestados, a última hora, por las medidas de control del museo: las sillas aseguradas al piso, los monitores de vídeo fijados con dispositivos anti-robo, la eliminación de las botellas de vino vacías, y las disculpas al público. Entre el daño y el control de daños, “Voyage(s)” es lo que pasa cuando un museo intenta programar a un cineasta notorio por hacer de la estética política, y haber anunciado la muerte del cine en filmes tan tempranos como Breathless (1960).
De Bande à part (1964), cuyos dibujos animados corrieron una carrera dentro del Louvre, a Histoire(s) du cinéma (1988-98), donde las reproducciones digitales de las obras de Giotto y Goya fueron superpuestas sobre stills de películas de Hollywood, Godard siempre ha provocado encuentros tensos entre el museo y el cine, ya sea para mostrar que en la pintura el cine preexiste a su propio nacimiento (como opuesto al teatro), o para poner en cuestión su poder para producir imágenes después de la introducción del cine sonoro (Auschwitz y la televisión). Invitado más de una vez a instalarse en un museo como un Picasso en vida, conocido por su buen acogimiento al cine, Godard finalmente ha respondido con una especie de mutante –o falsificación-, una especie de instalación de arte contemporáneo: una retrospectiva de cine perdida en un loft yuppie destrozado –la inauguración atrasada, el show sobre presupuestado, y aún no terminado. También, él ha producido un escándalo institucional, y quizás la experiencia museística más libertaria y anárquica en años. “Voyage(s)” es, de hecho, menos una instalación que una ocupación y al mismo tiempo una deserción.
Existe un rumor que parece confirmado por la cama desarreglada que Godard uso por unas semanas antes de la inauguración y que se encontraba alojada en una de las salas. Otros rumores –algunos reforzados por la prensa francesa- relacionan como Godard primero se volvió en contra y luego despidió a su curador, Dominique Païni (recientemente enviado a un nuevo cargo en la Fundación Maeght en Saint-Paul-de-Vence, Francia) y como el cineasta escapó a Suiza con la mitad del presupuesto del show en su bolsillo. Esos chismes llenan un espacio vacío impuesto por el propio artista: la verdadera información velada por su rechazo a colaborar con la oficina de relaciones públicas del Museo o por no comunicarse con tesorería. No importa como juega actualmente el conflicto entre Godard y Païni , una declaración oficial del Centro Pompidou reclamó que “Voyage(s) en utopie”, emergió del proyecto original titulado “Collage(s) de France: Archaeology of the Cinema According to JLG,” abandonado en Febrero de 2006 por dificultades artísticas, técnicas y financieras”. Esta declaración fue publicada en la entrada de la exhibición, al lado del la fotocopia colgada de Le Verrou de Jean-Honoré Fragonard. El cartel, que también reaparece dentro del show, ha sido corregido por JLG con su marcador Sharpie: “dificultades artísticas, técnicas y financieras”.
El juego de palabras sobre el intento fallido de Godard para presentar un curso sobre cine en el prestigioso Collège de France hace unos años, “Collage de France”, estaba destinado a ser un trabajo en desarrollo durante nueves meses con el director de edición y proyección de imágenes en el Pompidou. En algún momento, esos nueve meses de cinematografía se convirtieron en nueve cuartos, un plan hiper ambicioso para un ambiente confuso y sumergido que incluía proyecciones de cine, monitores y stills, compartiendo muros con obras maestras originales de pintores como Delacroix y Monet. Hubo incluso una propuesta de instalar un espejo gigante cruzando la calle del museo, duplicando todo este en el mundo exterior. Pero, ahora, todo lo que queda de ese proyecto inicial son los modelos de escala de las nueve habitaciones construido a mano por Godard, hecho con un núcleo de espuma, fotocopias, tijeras y pegamento. Observando dentro de este artefacto rudimentario, donde los vídeos se reproducen en pantallas del tamaño de los teléfonos celulares, se puede pensar en los nickelodeons a comienzos del siglo XX, pero también son como casas de muñecas o laberintos de ratas, con libros de Arendt, Bataille y Chandler clavados en los pisos y las paredes. Todos estos materiales apilados en una habitación de la presente exposición, los modelos de fe de la radicalidad incompleta de "Voyage(s)”, es un desastre que se mantiene vivo en una utopía que en algún momento prometió una convivencia amistosa bajo un mismo techo entre las imágenes pintadas y las películas. Pero esta autodestrucción preserva el potencial utópico de este esquema, porque el cine no es algo que desea ser instalado, y porque Godard es quizás equivalente al carácter destructivo de Walter Benjamin, cuya necesidad de aire fresco y espacios abiertos es más fuerte que cualquier odio.
Por todas partes los cables fueron dejados sueltos o colgados como enredaderas sobre las paredes que no fueron construidas por completo. Por ello los equipos de audio y video quedaron al descubierto a través de las grandes aberturas en las placas de yeso bruto. Mientras a las pantallas HD de última tecnología se les han permitido ser tan obscenas, feas y tontas como quieren ser. Sobre una cama doble, en lugar de las almohadas, hay un monitor de pantalla ancha y nítida que trasmite una película costosa y racista titulada Black Hawk Down (2001) de Ridley Scott, donde descansarían las cabezas de una pareja occidental. Otro monitor, dispuesto sobre la mesada de una cocina, exhibe una película porno. Otra media docena de monitores han sido desenchufados y tirados uno encima de otro como si fueran basura. Pequeñas y enormes pantallas ocuparon el espacio como un local de ventas de electrodomésticos y vincularon los momentos más importantes de los precursores del cine europeo y de Hollywood a la Nouvelle Vague (Johnny Guitar, On The Town, Bob le flambear, Au Hazard Balthazar). Y así es como el arte de masas se ajusta al público que ya no va como una multitud sino como una serie de individuos, cada uno a la escala de su propia pantalla.
Entre la sala 2 (Anteayer) y 3 (Ayer) hay una abertura en la pared por la que un tren de juguete lleva cigarros de un lado al otro, mientras se proyecta en loop una escena de Brown Bunny (2003) de Vicent Gallo. La sala 1 (Hoy) tiene una habitación, una oficina, una cocina, y un living pero no un baño, presentando la vida metropolitana como un readymade de los readymade: un desierto que se extiende en frente y adentro de la pantalla HD.
Equiparando la catástrofe de la vida familiar parisina con la decadencia de la instalación en arte contemporáneo, Godard traviste las estrategias estéticas que ya no producen imágenes del mundo, que no hacen nada, sino que reproducen ciegamente la conformidad de los museos o las salas (y la subjetividad que los habita). Las imágenes de Godard (de Weekend, 1967 a Vrai faux passeport, 2006) y Anne Marie Miévelle, con quien colaboró hace tiempo, se proyectan en pequeñas pantallas colgadas linealmente sobre las paredes patéticamente decoradas con marcos genéricos. Si el marco, también, es un readymade, una mera imagen de sí mismo, también ha perdido su poder para producir un out-of-frame.
Más allá de Matisse y otros pintores, todo aquí son reproducciones baratas, sea grabadas en un disco, escaneadas, o fotocopiadas, y todo este contenido apropiado y reformateado es inmediatamente sometido a la violencia del hazlo por tu mismo de las tijeras y el pegamento (y los marcadores Sharpie). Lo que “Voyage(s)” promulga es una política del corte y pegue, una guerrilla poética de la cita y el détournement. Y cuando Godard toma un extracto de Levinas (“Lo que en el amor se llama la falta de comunicación es precisamente lo que constituye lo positivo en una relación de amor, la ausencia del otro siendo precisamente su presencia como el otro”), fotocopias de la serie de los grabados “Desastres de la guerra” de Goya y los pega al lado de un periódico con la imagen de George W. Bush o un still de un western de John Ford, y agrega las palabras “Fortress Europe”, está militando en contra de la historia oficial y sus representaciones, en contra de la lógica reduccionista de la información y la demanda contemporánea del espectáculo institucional. Esta es una clase de reduccionismo que resististe a otro. Y si el cine vuelve al reduccionismo, sería sólo entre dos imágenes, en el espacio que las une y separa, un corte que es espacial y rítmico a la vez: sólo así podríamos comenzar a elaborar otra relación con el mundo.
Godard siempre se ha opuesto, con el shock del corte (el out-of-frame), al encuadramiento del marco (la pantalla, la pared, la hoja). En “Voyage(s)” aplica la misma dialéctica al museo y finalmente hace vibrar las salas. Siguiendo los momentos de la espacialización de la práctica de Godard –literalmente sus huellas– como si fuera reconstruyendo un crimen, el espectador está obsesionado por otra posibilidad de inhabitar el museo. Pero ¿qué es esta impureza que sólo posee el arte contemporáneo? ¿Escenografía crítica? ¿Anarquía relacional? En Les Carabiniers de Godard, los soldados que conquistan el mundo regresan sólo con postales de reproducciones de las obras maestras de los museos. Como todo lo que encuentra el cine: la institución es material crudo, reducido, repetido y devuelto como otro. Causando la auto-diferenciación del Pompidou, como un cortocircuito, Godard ha encontrado otro camino por dentro y fuera del Museo.
Traducción: Syd Krochmalny y Alexandra Goldman.
Kelsey, John, "Installation as Occupation", Rich Texts: Selected Writing for art, Sternberg Press, Berlín, 2010, pp. 107-114. Originalmente publicado en Artforum, septiembre 2006, bajo el título "Double Exposure."
No hay comentarios:
Publicar un comentario